En 2004, mi marido y yo regresamos a Venezuela después de una ausencia de dos meses por motivos de salud de mi hija. Durante ese corto período de tiempo conocí lo que era vivir «normal», a pesar de que no estábamos de vacaciones sino atendiendo un problema mayor. Tuvimos la oportunidad de dedicarnos sólo a nuestra hija, sin preocuparnos por almacenar comida, temer por nuestra seguridad o recordar los huecos de la calle para no perder un caucho (tal como dice Laureano Márquez); por lo que ese regreso a casa no fue «feliz» como los anteriores. Sin embargo, regresamos con tres deudas (dos de ellas en dólares) así que pensar en emigrar era imposible por el momento.
Pasó el tiempo y los hijos se fueron graduando. Nosotros, trabajando día y noche logramos pagar las tres deudas. Se murieron nuestros respectivos padres (uno de cada lado) y me embargaba, cada vez con más frecuencia, un sentimiento de profunda extrañeza en el lugar donde había transcurrido toda mi vida. Incluso fui “perdiendo” a mis colegas profesionales porque poco a poco comenzaron a irse del país.
La soledad era terrible. Es duro emigrar «emocionalmente» después de emigrar «físicamente»… Pero emigrar «emocionalmente» sin desplazamiento físico es terriblemente desolador. Mientras tanto, fueron reduciéndose las oportunidades, los clientes, los congresos (soy traductora legal) y cada vez todo era más reducido y escaso. Lo único que aumentaban eran las solicitudes relacionadas con documentos necesarios para emigrar.
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Como siempre he mantenido una relación cercana con mis clientes (me encanta prestar un buen servicio), mantenía el contacto con ellos y al poco tiempo me contaban sobre sus logros maravillosos en el exterior, incluso me agradecían por el impulso que mis traducciones les dieron a sus carreras y trámites. Entonces, comencé a preguntarme cómo era posible que mis obras permitieran a otros hacer lo que yo también quería hacer, pero no me atrevía.
Aún sin tener decidido un lugar de destino, empecé junto a mi esposo a preparar todo. Procuramos que los hijos salieran con al menos un pregrado y un postgrado para que se valieran por sí solos fuera y comencé a hacer un ejercicio de vida de dejar fluir hacia el objetivo. A lo único a lo que no estaba dispuesta a renunciar era a estar al menos en el mismo país donde estuvieran mis dos hijos (ese precio era muy alto para mí, pues crecí sin familia extendida en Venezuela).
En septiembre de 2015, tres ladrones (policías) sorprendieron a mi esposo en el estacionamiento del sótano de nuestro edificio. Lo apuntaron con sendas pistolas 9mm y lo obligaron a subir a casa. Era un sábado a las 4:30 pm y llovía a cántaros. En casa estábamos mi hija (quien dormitaba en su cama) y yo, que estaba trabajando. Era costumbre no salir sino lo estrictamente necesario para «minimizar riesgos». Afortunadamente mi hijo, el más “cabeza caliente”, había salido con un amigo y no volvía hasta la noche.
Cuando los malvivientes entraron en la casa, sin violencia evidente alguna, maniataron y amordazaron a mi esposo y mi hija en la habitación de ella. A mí me escogieron como “guía turística” para el recorrido por la vivienda, entregando las cosas de valor. Hasta me pidieron “los Rolex y las armas” (cosas que no teníamos). En fin, empacaron 30 años de trabajo en nuestras propias maletas. Logré salvar muy poquitas cositas (incluso se llevaron las pocas joyas que tenía guardadas “por si acaso”, para vender en extrema necesidad de huir).
Cuando creíamos que no podía ser peor, me pidieron las llaves del carro (coche), ese que usaba para ir trabajar a Caracas y rápidamente regresar a casa “burbuja”, ahora vulnerada. Al automóvil acabábamos de comprarle los cuatro cauchos, el parachoques y la batería, ¡con lo que costaba conseguir todo eso en un país como Venezuela!
Esa noche mi hija anunció que terminaría de apostillar y se iría a Madrid, la misma ciudad a donde había emigrado mi hermano, ex trabajador de Pdvsa. Finalmente, ella emigró a finales de febrero de 2016 y nos mandó pasajes a finales de ese año para pasar la Navidad con ella. Nuestro hijo decidió, días antes de volar a Madrid, que quedaría con la hermana… Que no regresaba a Venezuela.
Llegado ese punto, sentía que ya me habían dado en la madre. Mi esposo y yo lo conversamos y acordamos que me daría seis meses de prueba en Madrid, tras evaluar las cosas durante el mes y medio que estaríamos, de acuerdo con el tiempo del pasaje que teníamos.
Decidí meter un poco más de ropa de invierno en la única maleta de 23 kg que estaba incluida con el pasaje y el 6 de enero de 2017 nos quedamos, mi hijo y yo, en Madrid. Mi esposo regresó a Venezuela y tres meses después estaba de vuelta con nosotros en la capital española; por los eventos traumáticos de la muerte de 153 jóvenes en las calles. Nuestra urbanización se la pasaba sitiada por los colectivos y la Guardia Nacional, porque está identificada (señalada, marcada) como de “oposición combativa”.
Sin embargo, aún no nos sentíamos seguros de quedarnos en Madrid y compramos pasajes por Conviasa para volver a Venezuela en junio de 2017; pero poco antes de la fecha del viaje la aerolínea cerró operaciones. Decidimos tomarlo como una señal y nos quedamos en España.
Mi esposo decidió volver a Venezuela en enero de 2018 para estar con su madre de 90 años. Poco más de un mes después de su regreso, ella falleció. Mi madre, la única abuela sobreviviente, se llevó las cenizas de mi padre a Sicilia y, desde entonces, no volvió a Venezuela. Actualmente vive allá en el pueblo donde nació, viene en navidades a Madrid y en verano uno que otro nieto la visita.
Estamos agradecidos con Venezuela y la amamos. También estamos agradecidos enormemente con Madrid, porque nos ha acogido con mucho cariño y nos ha dado coherencia, pues es todo lo que nos gusta: “una gran ciudad con corazón de pueblo”. No me gusta izar banderas, pero si tuviera que hacerlo hoy izaría tres: Italia, Venezuela y España.
Casi tres años después de llegar, he logrado insertarme muy poco a poco en el mercado laboral. Logré montarme en el último tren que me permitiría reinventarme y es que recomenzar con 38 años de experiencia a mis espaldas no ha sido pan comido. Durante mi primer año en España hice dos días de interpretación. En el segundo año llegué a ocho y actualmente, en el trascurrir del tercer año, llevo cinco y cruzando los dedos.
Son las circunstancias difíciles de esta vida las que dejan ver la valía de todos, de quienes nos vimos obligados a emigrar y de quienes se quedaron, de los que han dado su vida, su salud, o su libertad. Todos tenemos nuestra pequeña gran tragedia que contar. Todos somos héroes en cierto grado. Sin embargo, lo seremos totalmente si esta experiencia tan fuerte nos hace más buenos, más justos, más solidarios, más compasivos y a defender los verdaderos valores y principios sin complejos y a jurarnos que NUNCA MÁS permitiremos que un pequeño grupo de ineptos y ladrones domine a un gran número de personas de buena voluntad ni en el país donde estemos, ni en el mundo.
Firma: Una venezolana más que está en el exterior reinventándose y saliendo adelante.
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