“¿Cuándo dejé de ser extranjera para convertirme en inmigrante?”; por Reina Taylhardat (@TaylhardatR) - InmigrantesEnMadrid.com

“¿Cuándo dejé de ser extranjera para convertirme en inmigrante?”; por Reina Taylhardat (@TaylhardatR)

Como todos sabemos, las migraciones no sólo han formado parte de la raza humana a través de los siglos, sino que han favorecido la diversidad de la población mundial, logrando, en muchos casos, cambios importantes en su estructura cultural, lingüística, racial, económica, social; entre otros aspectos.

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Diversas razones pueden motivar a las personas a salir de sus países de origen. Muchos lo hacen por placer, por explorar nuevos rumbos, conocer diferentes culturas. Sin embargo, la más importante y la que mueve más migrantes, es lograr una mejor calidad de vida.

Si tener una vida digna está considerado como uno de los derechos incuestionables del ser humano, el derecho a la movilización también lo es. La comunidad internacional lo contempla en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, promulgada a mediados del siglo pasado.

Entonces, independientemente de los motivos que tenga cada persona para emigrar, ¿por qué, cuando llegamos a algunos países existen categorías marcadas para diferenciarnos de los nativos? Pasamos de ser extranjeros, para convertirnos en inmigrantes.

No hablemos de nación ni de legislación

Entendemos claramente que, cuando vamos a cualquier país, hay unas normas o procedimientos establecidos por cada gobierno. Seamos turistas, visitantes por tiempo largo, por trabajo o porque hayamos decidido establecernos en otro lugar; hay leyes que estipulan la documentación necesaria y determinan el status de cada persona que entra y nos toca cumplirlas si queremos estar allí.

No obstante, no me refiero a ese aspecto legal que clasifica al inmigrante. Hablo de la actitud que tienen las personas ante la presencia de ese fenómeno que llamamos migración. Tanto los que se van, como los que reciben.

El filósofo y sociólogo alemán, Georg Simmel, autor de varios análisis sobre segmentación social, definía al inmigrante como esa persona que está entre lo cercano y lo distante, pero no es “alguien de los nuestros”. Es esa extraña sensación de que no estás aquí ni estás allá; no te sientes parte de esa “nación”.

Es el hecho de cómo entendemos y asumimos que estar en otro país amerita de leyes, pero también de identidad, fraternidad, solidaridad, tolerancia y, sobre todo, de aceptación de ambas partes.

¿Extranjero o inmigrante?

La Real Academia define como “extranjero” (al referirse a la persona), al natural de un país extranjero y, como “país extranjero”, a aquel que no es el propio.

En cuanto al inmigrante”, la RAE lo define como: Dicho del natural de un país: llegar a otro para establecerse en él, especialmente con idea de tomar nuevas colonias o domiciliarse en las ya formadas.

Es decir, que un extranjero es aquella persona originaria de un país extranjero, que no es ciudadano de ese país en el cual está; bien porque esté de paso (como turista) o porque no ha legalizado su permanencia.

Mientras que un inmigrante es alguien que decide reubicarse en otro país que no es su país de origen.

Apartando el hecho de que la RAE u otros diccionarios establezcan diferencias conceptuales sobre ambos términos, pienso que son etiquetas creadas por el hombre, que lo que han contribuido es a estigmatizar a las personas que han decidido salir de sus países de nacimiento. La mayoría, buscando tener una calidad de vida más favorable.

Y, en este sentido, además, hay diferencias notables. Leemos cómo muchas veces (especialmente en países del primer mundo), se habla de inmigrantes de primera y segunda categoría. Esta última, para referirse a personas que llegaron por vías no legales y, aun cuando hayan logrado formalizar su situación, siguen siendo ciudadanos de segunda categoría.

Es decir, la palabra “inmigrante”, en muchos casos, ha adquirido una connotación negativa, mientras que cuando se refieren a “extranjero”, las personas (consciente o inconscientemente) aluden o piensan en “ciudadanos del primer mundo”.

A los norteamericanos y europeos los llamamos extranjeros y a los latinos nos llaman inmigrantes. Hay categorizaciones que, como sociedad, necesariamente debemos cambiar y dejar atrás.

Y no aludo sólo a aquellas personas que forman parte de la Zona Schengen, área que comprende a 26 países europeos que, desde 1995, ha eliminado los controles limítrofes en las fronteras comunes. Sino a los que formamos parte de países menos privilegiados en ese sentido.

Los europeos, por ejemplo, no sólo tienen prerrogativas dentro de su continente, sino que tienen muchas facilidades para entrar en el resto de los países del mundo. No así la mayoría de los ciudadanos latinoamericanos, a quienes se les imponen una serie de requisitos para entrar a Europa.

Ciudadanos del mundo

Muchos hemos oído esta frase y, quizás, a algunos les parezca que es una expresión muy trillada, pero no es del todo ilógica o errónea.

La dinámica de la globalización ha hecho más presente el flujo migratorio. La facilidad para movernos entre ciudades, países y continentes ha aumentado nuestra libertad de desplazamiento. Nos hemos convertido en seres cosmopolitas.

La teoría del cosmopolitismo, acuñada por Diógenes, en el siglo IV AC, aún tiene vigencia dado que el filósofo griego afirmaba ser un ciudadano del mundo y no de una ciudad en particular. Para él, un cosmopolita es la persona que se siente como en su casa en una diversidad de ambientes.

Y, más recientemente, en 1968, el filósofo canadiense Marshall McLuhan, expuso la teoría de la Aldea Global, en referencia a la creciente interconectividad humana a escala mundial, resultado del desarrollo de la tecnología.

Asimismo, a partir de 1980, otro término ha surgido, el de Glocalización, el cual nace de la unión entre globalización y localización y, aparentemente, surgió de las prácticas comerciales de Japón, pero da a entender que nos encontramos en un mundo global, donde hay una creciente eliminación de las fronteras a nivel económico, político y social.

Dadas todas estas teorías, no podemos poner en duda que nos encontramos ante un nuevo estilo de vida, donde las líneas divisorias entre países cada vez se vuelven más difusas y una persona puede considerarse ciudadano del mundo, como se creía Diógenes.

¿Pero, realmente, podemos sentirnos ciudadanos del mundo?

Si bien es cierto que las fronteras cada vez se hacen menos visibles, los estereotipos creados sobre algunos países y su gente hacen que esas fronteras se vuelvan infranqueables.

Los norteamericanos y europeos pueden viajar a la mayoría de los países con sólo su pasaporte y un boleto de regreso. Raramente las oficinas de inmigración exigen otros requisitos, como comprobación de recursos económicos para mantenerse en el país mientras dure su estadía o demostración del sitio de alojamiento.

A los latinoamericanos, cada vez más, se nos cierran puertas. Incluso entre países del mismo continente americano.

Entonces, lamentablemente, pareciera que “ser ciudadanos del mundo” tiene que ver más con el privilegio de haber nacido en países del primer mundo, más no de la filosofía de cómo ver la vida. Deberíamos ocuparnos por cambiar ese concepto.

Pluralidad cultural

La diversidad cultural permite que el planeta sea un espacio amplio, heterogéneo, donde se pueden observar diferentes perspectivas y encontrar personas que cambien nuestra forma de ver las cosas y amplíen nuestro conocimiento.

De allí que no es errado el criterio de que la migración de distintos grupos de población, el intercambio de culturas y el aprendizaje de diferentes idiomas contribuyen a la expansión y diversificación cultural y lingüística de las naciones. Aunque haya quienes no lo quieran ver así.

Los procesos culturales y sociales son transformaciones que se dan a lo largo del tiempo, no son estáticos y van evolucionando de acuerdo a múltiples aspectos que influyen en las sociedades. En tal sentido, el reconocimiento y aceptación de ese proceso por parte de los diferentes miembros de la sociedad conducirá al desarrollo y la mejor convivencia social.

Es decir, debe ser un trabajo en equipo, que busque el entendimiento y el aprendizaje recíproco.

Por ello, todo país que busque evolucionar positivamente, debe ampliar esa visión y entender que no es conveniente cerrar la puerta a las culturas que llegan, sino que, por el contrario, debe promover la unión y coexistencia pacífica.

¿Cuándo dejamos de ser extranjeros o inmigrantes para convertirnos en ciudadanos?

No es una respuesta sencilla. Tal vez nunca. No es cuestión de leyes, sino que está sujeto a la actitud y conducta que asumamos. Depende de la forma de arrogarnos nuestra nueva condición, de la necesidad de pertenencia que desarrollemos.

En todo proceso social, el reconocimiento de sentir como propio el sitio escogido es determinante para lograr formar parte de esa sociedad. Si nos sentimos parte de ese lugar, tenemos derecho a que nos consideren parte del mismo. No importa cómo hablemos ni cómo nos vistamos, queremos que nos reconozcan como ciudadanos de ese país.

En ese sentido, si los ciudadanos del país de acogida nos dan la oportunidad y nos ven como uno más de ellos, el proceso de adaptabilidad será favorable.

Por otro lado, se requiere, asimismo, de un cambio sociocultural profundo y consciente del país receptor; donde las instituciones, líderes, medios de comunicación y, en general, todos los habitantes, dejen de estereotipar y etiquetar al inmigrante. Donde las políticas de acogida contribuyan al cambio positivo del recién llegado para que se sienta “en casa”.

Si la sociedad receptora crea las condiciones necesarias que permitan una verdadera inserción, para que la persona desarrolle identidad y sentido de pertenencia, cree vínculos, se sienta útil a la misma, que le ofrezcan un trato digno y que los límites no vayan más allá del respeto y la consideración; con seguridad dejará de sentirse extranjero y se considerará un verdadero ciudadano de ese país.

Dejo como referencia esto que dijo el expresidente de Francia, Nicolás Sarkozy en un discurso, respondiendo al político francés Jean-Marie Le Pen, quien había aludido al origen extranjero de los padres de Sarkozy:

“Sí, soy descendiente de inmigrantes, hijo de húngaro y nieto de un griego que luchó por Francia en la Primera Guerra Mundial. Sí, mi familia vino de fuera. Pero en mi familia, señor Le Pen, amamos a Francia porque sabemos lo que le debemos. Francia no es una raza, no es una etnia, no es el derecho de la sangre, es una voluntad de vivir juntos y compartir los mismos valores”.

Así que, esforcémonos en amar el lugar que nos ha acogido. Demostremos que somos agradecidos y que, aun a pesar de las categorizaciones, hacemos todo lo que está de nuestra parte por ser parte del mismo, por “pertenecer”. Reafirmemos nuestro deseo de consolidar vínculos y que no es de dónde venimos, sino dónde estamos.

Por: Reina Taylhardat  /  Comunicadora Social, M Cs. Ciencias de la Comunicación

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